ACERCA DE LA UTILIDAD DE LOS MONSTRUOS EN TIEMPOS DE CRISIS

(las criaturas de Santiago Martínez Peral, nacidas de fragmentos de caos, descritas entre líneas)

“Rabio contra mí mismo pues me es prohibida otra heroicidad. Amo lo absurdo, lo inútil, lo imposible, lo loco, lo exagerado, lo tenso, porque me amenazan, porque clavan espinas en mi carne”.

Verhaeren (carta a Odilon Redon)

“Verne nos cuenta lo que fue la fe en el progreso, a nosotros que ya no creemos mucho en él”, declaraba el director del Centro Internacional Julio Verne ayer, 24 de marzo, cuando se cumplían cien años de la muerte del escritor. A su manera, Verne se ocupa de la culminación de la modernidad y en su obra anida el espíritu de una época de avances científicos espectaculares: pasa por ser el primer escritor de ciencia-ficción (moderna), ese curioso híbrido literario, casi siempre cultivado por autores con vocación y formación científica (de ahí que nunca haya dejado de ser un género menor), que explora aquellos territorios que las últimas teorías y descubrimientos le permiten atisbar a aquel que es capaz de entenderlos. Es la epopeya de la ciencia; y es cierto sólo hasta cierto punto que hemos dejado –nosotros, los infatigables consumidores de artilugios- de sentirnos fascinados por ella. El éxodo planetario hacia las ciudades no induce a pensar que abominamos de las comodidades -y los inconvenientes- de la vida moderna; pero se ha instalado la conciencia –acaso sea más bien una creencia- de que el progreso no resuelve problemas fundamentales y apremiantes. ¿Cómo podría hacerlo?, preguntan los científicos con su característica lógica implacable: son las debilidades humanas, los pecados del hombre, los que causan tales problemas, y no la ciencia en sí; y ésta no puede, claro está, solucionarlos; ¿afortunadamente..?

Pero ¿de verdad hemos creído alguna vez en el progreso? La desconfianza es mucho más antigua y persistente que ese entusiasmo decimonónico que contagia a Verne. Ni siquiera Prometeo, el astuto titán, existe sin su reverso, su torpe hermano Epimeteo, que abre la Caja de Pandora en la que -es un suponer- se encuentran todas las calamidades que, invariablemente, habrán de sobrevenir cada vez que pongamos el pie en el siguiente peldaño civilizador (siempre he pensado que resultaría interesante echarle un vistazo al contenido de la famosa caja; aunque acaso sea eso lo que con ahínco persiguen los adoradores del diablo). En cualquier caso, se trata de viejas historias; tanto, que son las más antiguas que se conocen: la relación entre Prometeo y el Jardín de las Hespérides, con sus famosos manzanos discordantes (adonde llega Hércules ayudado por Prometeo liberado, título a la sazón de un famoso poema dramático de Shelley, escrito en 1820), demuestra que no andamos lejos del árbol de la ciencia (ya al robarles el fuego a los dioses, nos había condenado a la angustia existencial eterna). Es decir: hablamos ni más ni menos que del día en que empezamos a nacer y morir (las obras de Santiago Martínez Peral nacen en el papel: en sus extraordinarios dibujos las líneas y los volúmenes surgen libremente y se van entrelazando, sugiriendo a veces formas orgánicas y fragmentos de anatomías humanas y animales; nunca se sabe cómo va a ser el cuerpo de la criatura naciente, ni si sobrevivirá, ni si pasará de ser un embrión informe).

Curiosamente en el mismo periódico, unas páginas más allá, se habla de un polémico documento redactado por cinco parlamentarios británicos y presentado precisamente en tan señalada fecha: el llamado “informe Frankenstein”, que aboga por la “legalización de experimentos en los que se producirían seres híbridos engendrados mediante la implantación de células humanas en fetos animales” (la polémica suscitada resume bien el confuso sentir de nuestra época: ¿qué es peor en definitiva, hacer a los animales un poco más inteligentes, o a los humanos un poco más animales?). Tiremos del hilo.

En su breve y fascinante prólogo a la edición de 1831 de Frankenstein o el moderno Prometeo, Mary (Godwin) Shelley escribe que “la inventiva, admitámoslo con humildad, no consiste en crear partiendo del vacío, sino en hacerlo enfrentándonos a un caos”. En su relato de la gestación de Frankenstein en aquellas legendarias noches del verano de 1816 (en Suiza, adonde había huido con Percy dos años antes) que pasó en compañía de sus admirados Lord Byron y Shelley, la descripción del proceso creativo y el argumento de la escalofriante novela se confunden cada vez más: “Antes que nada, debe uno contar con los materiales necesarios: esto puede dar forma a las cosas obscuras y confusas, pero no puede dar la vida a la materia misma”, dice. “La inventiva consiste en tener la capacidad de captar todas las posibilidades de un asunto y en contar con ese poder para moldear y dar forma a las ideas sugeridas por él”. Una noche, Byron y Shelley discuten sobre el origen de la vida. La electricidad es entonces la fuerza misteriosa recién entrevista; acaso se trate del mismísimo aliento vital: “Tal vez era posible que un cuerpo fuese reanimado; el galvanismo era un indicio que lo probaba: tal vez las partes componentes de una criatura pudieran ser fabricadas, unidas, dotadas de calor vital”. Pero, en ese momento, sus ideas se desbocan, el sentimiento trágico romántico la arrebata: “Debía ser algo aterrador, pues en grado sumo habría de serlo el efecto producido por cualquier obra del hombre que remedase el formidable mecanismo ideado por el Creador del universo”. Es como si, en lugar de escribir un prólogo, se encontrara de nuevo enredada en la trama de su estremecedor libro, atrapada en lo más profundo del castillo, encerrada en el laboratorio legendario –“¡Anatema y superstición!”, clamará luego el gran alquimista Fulcanelli-: “El artista se sentiría horrorizado ante su propio éxito y huiría de aquello que había nacido entre sus propias manos”.

Mary Godwin habla de un caos primordial (seguimos pues en los orígenes de la Creación, cuando todo estaba “vacío y confuso”). Pero, ¿qué es el caos para ella? ¿O para el artista pop que combina iconos de consumo masivo, o para el surrealista que confunde azar y destino y para quien cada sombra durante el paseo nocturno, cada objet trouvé, posee un significado y un valor simbólico? ¿Y para Santiago Martínez Peral, que junta trozos de plantas carnosas carnívoras, de blasones y pantócratores, de órganos mutantes, de pinturas y esculturas imaginarias, de crustáceos e insectos improbables, de algas, larvas, espermatozoides venusinos y memoria? “Nuestro tiempo está hecho fundamentalmente de memoria, una enorme nave hecha de memoria, de pasado, cuyo mascarón de proa rasga la experiencia del presente fagocitándola de inmediato. La memoria y la proa. El pasado que se recuerda y el presente que se escurre”, ha escrito el artista.

Según Gombrich, “el símbolo onírico de Freud también es enigmático, monstruoso y oscuro. Constituye las máscaras que nuestros deseos inconscientes tienen que ponerse para pasar la censura de la conciencia. De este modo, también su significado es únicamente asequible a los iniciados”. Los términos parecen coincidir; ese podría ser nuestro caos: el “símbolo onírico” freudiano. El problema es que nos hallamos fuera de los límites de la ciencia; y aún de nuestra capacidad de comprensión, porque tal imagen “encarna el carácter irracional y antilógico de una zona en la que las contradicciones son posibles y en la que convergen los significados. La riqueza significativa de cada símbolo bordea lo ilimitado precisamente por su supra-determinabilidad que excluye todo pensamiento de un límite significativo”. Pero acaso haya, pese a todo, una forma de abordar y moldear ese caos: “para Freud, no es a través de la meditación, sino de la libre asociación, que el soñador descubre estos estratos de significados infinitamente múltiples detrás de la aparente absurdidad del contenido onírico manifiesto”. Viajemos pues al país de las asociaciones libres.

Maurice Nadeau, en su Histoire du surréalisme, dice que “nuevas formas de pensar veían la luz a partir de los descubrimientos científicos, filosóficos y psicológicos de Einstein, Heisenberg, Broglie, Freud, inaugurando una nueva concepción del mundo, de la materia, del hombre. Las nociones de relativismo universal, de ruina de la causalidad, de inconsciente todopoderoso, rompiendo con las nociones tradicionales fundadas en la lógica y el determinismo, imponían una óptica nueva e invitaban a unas investigaciones fecundas y apasionadas”. Por tanto, la crisis del progreso es más profunda y compleja de lo que parece: se produce en el seno de la ciencia misma, que no sólo halla fisuras en la materia, sino que descubre en el cerebro humano unas misteriosas e inexploradas cavernas: “El hombre no era esa criatura modelada por un siglo de positivismo, de asociacionismo y de cientifismo, sino un ser de deseos, de instintos y de sueños, tal y como lo descubría el psicoanálisis”. ¿No habría descendido el aventurero Verne a tales abismos, como viajó a la luna y al centro de la tierra? Seguro que sí. En cualquier caso, son la morada de nuestro artista: “Como al desenterrar las ruinas de una antigua ciudad sepultada desde hace siglos, la pintura emerge, se revela (en el sentido fotográfico del término) para darnos información (vestigios) sobre nosotros mismos –escribe Martínez Peral-. Y esto, la extracción de las formas esenciales, lo consigue la pintura -como la música- sirviéndose de un lenguaje sin palabras, afásico. En el silencio de la pintura, radica toda su potencia, su poder de seducción. La pintura -segregación orgánica del pensamiento- no debe limitarse en sus campos de representación, sino que debe tender a abarcar la realidad en su totalidad, en ella cabe lo soñado, lo recordado (o vivido), lo leído, lo inventado (o deseado), lo orgánico y lo inorgánico, lo visceral y lo liviano. De esta forma la pintura se densifica, se enriquece y se acerca a la producción de imágenes más certeras”.

Queda, para terminar, una última pregunta: ¿por qué? E incluso: ¿para qué le sirven al artista estos monstruos que produce el inconsciente (para esconder algo peor)? De nuevo, Nadeau: “Jamás antes había parecido tan insoportable la sumisión del hombre al mundo, esa sumisión cuya conciencia aguda y el deseo de ponerle fin hacen precisamente al artista: es porque cree terminar con su alienación que el poeta, el pintor, el escritor busca crear nuevas relaciones, personales, con el mundo”. Cierto: se vislumbraba un nuevo mundo; la utopía consistía en el triunfo de “lo ilimitado” gombrichiano; lo “supraracional” oculto en el inconsciente nos daría al fin aquellas respuestas que “la razón” y “el progreso” que esta persigue nos habían negado. Es difícil no coincidir con Nadeau en que, después de la guerra, no fue el surrealismo el que se agotó, sino la propia sociedad, que “no supo estar a la altura” de esta inaudita revolución. Por eso, Breton “no se obstina. Inclina el movimiento hacia una de las direcciones que había sido una de sus tentaciones permanentes: la exploración de las fuentes de la actividad poética, el inventario de sus vías y medios, la búsqueda de los fundamentos metafísicos de esa forma particular de conocimiento”; y, así, alquimistas como Flamel son recuperados por el movimiento, “poetas como Hugo, Nerval, Baudelaire, Jarry, Roussel recobran su talla de buscadores malditos, de exploradores nocturnos, de iniciados”. En la noche, en el caos oscuro, renacen las criaturas legendarias, para liberarnos de un mundo sin contradicciones (ni desarrollos literarios arbitrarios y delirantes). ¿No había escrito ya el clarividente Goya, junto al primero de sus Caprichos (1799), que “El sueño de la razón produce monstruos”? Se trata de libertad, ni más ni menos y, por eso, perfectamente podrá clamar Santiago Martínez Peral, con el Percy Shelley de Adonais (el canto a la muerte de Keats): “El poderoso aliento que he invocado / en este canto, sobre mí desciende. / La barca de mi espíritu, cuyas velas / la tempestad no conocieron nunca, / es arrojada ahora a gran distancia / de toda orilla, inmensamente lejos / de las estremecidas muchedumbres”.

Javier Rubio Nomblot